Solaris, una forma de vida desconocida;
un ente inabarcable, indescifrable, indefinido... y una excusa perfecta para
plasmar, cinematográficamente, una efigie espejo de todo lo desconocido, de
todo aquello que no podemos aprehender, el anhelo inconsciente del que abundantemente
prescindimos y el sosiego que infunde la consciencia de que existen preguntas sin
respuesta; en esta nuestra gran era, la de las réplicas, la de los dogmas y las
afirmaciones basadas en utópicas e ingenuas estadísticas inundadas de
determinismo, que pretenden abarcar, es más, el saber en su entera concepción.
Tras esta espesa confluencia de palabras, dejemos
un espacio para el respiro, un instante para la contemplación… Y así, con la vista
centrada en una realidad acuosa, Stanislav Lem describía el vivo océano que
rodeaba la Estación Solaris en su brillante, irónica y imaginativa narración
literaria:
“La
decisión de clasificar al océano en la categoría metamorfa nada tenía de arbitrario.
Aquella superficie ondulante era capaz de generar muy diversas formaciones, que
nada se parecían a lo conocido en la Tierra, y la función (…) de esas bruscas
erupciones de «creatividad» plasmática continuaba siendo un enigma”[1].
El observador hace perceptible
todo lo que abarca su mirada, pero ese mundo, esa realidad, no viene a ser más
que un pequeño ángulo de visión recortado por su incapacitada interpretación de
espectros imperceptibles para los humanos. Y aún así, la mirada se postra sobre
un retazo sensorial, influido por un retazo sentimental, con el objetivo de
impresionar en nuestro cerebro selectos retazos de credibilidad; un ejercicio,
a la postre, que llamamos, en todas sus formas, captar información.
No en vano, las
grandes empresas de la comunicación, esas que se erigen en estandartes de la
globalización, de la transgresión fronteriza y de la inexistente libertad incondicional,
intentan, una y otra vez, digitalizar, replicar toda exploración consumada,
todo el conocimiento disponible; sin percibir en el aire que la vida, seguramente,
nace de un pequeño error en la evolución, de un pequeño desvío que nunca podremos
reconocer, como el sordo que aúlla sin oír su voz.
Pero la positiva
observación particular, ajena a la mayor parte de la realidad, no puede ser
medio para erigir respuestas, y menos para suplantar el grito sapiencial que se
esconde en cada recodo de la vida; además,
desde la perspectiva dogmática que me embarga, cercana a la del propio cineasta
ruso, la cadena del pecado nos obliga a caminar con una pesada cruz a lo largo
de nuestras pesarosas vidas, cuando el no saber, o la falta
de una omnisciencia sobre los acontecimientos, pueden ser los mejores aliados,
el nicho necesario para que la experiencia se asiente ofreciendo sentido a la
ansiada sabiduría, a esa potestad que sonsaca una leve sonrisa al que espera
sin ansia, al que se detiene sin prisa en mitad del camino, al que calla con la
comisura de los labios entreabierta, con un relajado y sincero gesto sin más objetivo
que el placer instintivo, inabarcable, indescifrable, indefinido…
Algo más lejos, ante la distancia que discurre entre nuestra visión
delimitada y la capacidad de atisbar nuevos mundo, nuevos entes inefables del
cosmos, la dilación, la pausa, el detenimiento, pueden volver a ofrecernos,
quién sabe, la oportunidad de reescribir algunas de las mejores páginas de
Aristóteles cuando observó por primera vez aquella fauna, de Tales cuando
levantó la mirada al cielo, del propio Colón, cuando dejó en el mar el madero para
adentrarse en la selva… O del viejo Brueghel con sus réplicas cinematográficas,
en las que hallamos, de forma sincera, organizada y transitiva, una de las
mejores muestras del poder y del fundamento audiovisual.
Y ahora
digo, y afirmo, que Solaris, en la versión cinematográfica de Andrei Tarkovski, es una
obra que justifica, define y ofrece un absoluto sentido al medio expresivo
utilizado para su creación, que no es otro que el cine.
[1] LEM, SATANISLAV, Solaris. 1961. (Trad. Horne, Matilde,
1977). Barcelona, Minotuaro, 2001. Pg. 31.