viernes, 10 de enero de 2020

Mi querido cineasta, ¡dime dónde miras y te diré quién eres!

Solaris, una forma de vida desconocida; un ente inabarcable, indescifrable, indefinido... y una excusa perfecta para plasmar, cinematográficamente, una efigie espejo de todo lo desconocido, de todo aquello que no podemos aprehender, el anhelo inconsciente del que abundantemente prescindimos y el sosiego que infunde la consciencia de que existen preguntas sin respuesta; en esta nuestra gran era, la de las réplicas, la de los dogmas y las afirmaciones basadas en utópicas e ingenuas estadísticas inundadas de determinismo, que pretenden abarcar, es más, el saber en su entera concepción.

Tras esta espesa confluencia de palabras, dejemos un espacio para el respiro, un instante para la contemplación… Y así, con la vista centrada en una realidad acuosa, Stanislav Lem describía el vivo océano que rodeaba la Estación Solaris en su brillante, irónica y imaginativa narración literaria:


“La decisión de clasificar al océano en la categoría metamorfa nada tenía de arbitrario. Aquella superficie ondulante era capaz de generar muy diversas formaciones, que nada se parecían a lo conocido en la Tierra, y la función (…) de esas bruscas erupciones de «creatividad» plasmática continuaba siendo un enigma”[1].


El observador hace perceptible todo lo que abarca su mirada, pero ese mundo, esa realidad, no viene a ser más que un pequeño ángulo de visión recortado por su incapacitada interpretación de espectros imperceptibles para los humanos. Y aún así, la mirada se postra sobre un retazo sensorial, influido por un retazo sentimental, con el objetivo de impresionar en nuestro cerebro selectos retazos de credibilidad; un ejercicio, a la postre, que llamamos, en todas sus formas, captar información.

No en vano, las grandes empresas de la comunicación, esas que se erigen en estandartes de la globalización, de la transgresión fronteriza y de la inexistente libertad incondicional, intentan, una y otra vez, digitalizar, replicar toda exploración consumada, todo el conocimiento disponible; sin percibir en el aire que la vida, seguramente, nace de un pequeño error en la evolución, de un pequeño desvío que nunca podremos reconocer, como el sordo que aúlla sin oír su voz.

Pero la positiva observación particular, ajena a la mayor parte de la realidad, no puede ser medio para erigir respuestas, y menos para suplantar el grito sapiencial que se esconde en cada recodo de la vida;  además, desde la perspectiva dogmática que me embarga, cercana a la del propio cineasta ruso, la cadena del pecado nos obliga a caminar con una pesada cruz a lo largo de nuestras pesarosas vidas, cuando el no saber, o la falta de una omnisciencia sobre los acontecimientos, pueden ser los mejores aliados, el nicho necesario para que la experiencia se asiente ofreciendo sentido a la ansiada sabiduría, a esa potestad que sonsaca una leve sonrisa al que espera sin ansia, al que se detiene sin prisa en mitad del camino, al que calla con la comisura de los labios entreabierta, con un relajado y sincero gesto sin más objetivo que el placer instintivo, inabarcable, indescifrable, indefinido…



Algo más lejos, ante la distancia que discurre entre nuestra visión delimitada y la capacidad de atisbar nuevos mundo, nuevos entes inefables del cosmos, la dilación, la pausa, el detenimiento, pueden volver a ofrecernos, quién sabe, la oportunidad de reescribir algunas de las mejores páginas de Aristóteles cuando observó por primera vez aquella fauna, de Tales cuando levantó la mirada al cielo, del propio Colón, cuando dejó en el mar el madero para adentrarse en la selva… O del viejo Brueghel con sus réplicas cinematográficas, en las que hallamos, de forma sincera, organizada y transitiva, una de las mejores muestras del poder y del fundamento audiovisual.

 
Y ahora digo, y afirmo, que Solaris, en la versión cinematográfica de Andrei Tarkovski, es una obra que justifica, define y ofrece un absoluto sentido al medio expresivo utilizado para su creación, que no es otro que el cine.




[1] LEM, SATANISLAV, Solaris. 1961. (Trad. Horne, Matilde, 1977). Barcelona, Minotuaro, 2001. Pg. 31.

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