miércoles, 18 de mayo de 2022

 

Kurosawa, ¿precursor de una cultural global?

Estas últimas semanas, un imprevisto me ha llevado a permanecer en casa recuperándome de una operación, horas y horas, con el pie en alto. Así las cosas, desde el mismo primer día, cogí el mando del proyector y, mirando el reloj, sin nada que hacer a lo largo del Tiempo, empecé a buscar en la plataforma digital algún paradigma del olvidado mundo cinematográfico más actual.

Enseguida comprobé que todos los temas que nos circundan en las noticias pueblan las carátulas de nuestro cine; y de nuestras series, por supuesto. De esta guisa, para cuando quise darme cuenta, llevaba más de veinte minutos leyendo títulos, visionando algún tráiler y corroborando, eso sí, que dichos temas se desarrollan y se ofrecen de forma muy parecida en todas las esquinas del mundo. Así, las películas sobre la igualdad de género, además de ostentar catálogos propios, sean asiáticas, africanas, europeas u americanas, en cuanto a argumentos, tratamientos y enfoques difieren muy poco; y es que, aunque la mona se vista de de seda, pues eso.

Al final caí en un catálogo que “vendía” filmes sobre el penoso conflicto más actual y global: “El conflicto de Rusia y Ucrania”, rezaba. Verificando títulos, y pasando de tema a actor, y de actor a director, seguramente guiado por mi predilección hacia el cine ruso y japonés, topé con una película que había visto no hace tanto tiempo con mis hijos, Dersu Uzala, y así, con el más occidental de los directores orientales del pasado siglo, el genial Kurosawa.

Sin dar tregua al mando, verifiqué que la plataforma en cuestión tenía 15 títulos disponibles, y me dije, “buen momento para volver a las pelis de tres horas”.

Hoy, concluyendo cada día con uno de estos títulos, he terminado mi particular ciclo de cine de Akira Kurosawa, revisitando películas que aún permanecen frescas en la memoria, otras que ya casi había olvidado y alguna, incluso, que no había disfrutado nunca. Entre estas últimas, me quedé ciertamente pasmado por la belleza inusual de Dodes'ka-den, un poema audiovisual bordado con una asombrosa humanidad que me llevó a pensar en Los olvidados de Buñuel, por su temática; una escenografía en las antípodas del realismo pero sumamente sugerente y realmente arriesgada; el extraordinario encuadre y la acertada luz “antinatural” de Takao Saito (luego Ran); y la poco ortodoxa aportación musical de Takemitsu, otro de los gurús de la fusión entre culturas. En definitiva, una gratísima sorpresa que bien debía conocer Saura cuando acometió su particular versión de las  Bodas de sangre lorquianas. 

    Anoche terminé el ciclo con Sanjuro, una secuela, también desconocida para mí, de una de sus más apreciadas películas, Yohimbo, aquella que, junto con un Mifune en lo más alto, germinó al otro lado del pacífico con tantos y tantos títulos del oeste norteamericano. En el camino, qué decir, pura lírica y existencialismo pletórico en Vivir, cierto aire detectivesco con una crítica abierta a la “eficaz” reconversión industrial del Japón y sus secuelas tras la Segunda Guerra mundial en El infierno del odio, y sus personales versiones shakesperianas. 

    Tras cierto reposo, a la hora de rescatar la primera y más señera emoción o imagen del conjunto, no puedo pasar por alto esa idea que siempre ha perseguido al autor, incluso con cierto carácter peyorativo. Se trata de un director que echa mano de muchos referentes occidentales, sin duda, pero sin olvidar, ni un ápice, que siempre parte de una reformulación de su cultura más apegada y sustentada en sus orígenes orientales; eso sí, tal vez más alejados de su día a día, porque, ¿qué hay de esa mitificada cultura milenaria en los burdeles y callejuelas nocturnas de la mencionada El infierno del odio? ¿Solo resquicios de una mezcolanza indefinible en la que destacan algunos presuntos soldados norteamericanos que imponen, a su modo, la forma cultural imperante en el país del sol naciente?

    “Estimado lector. Guste o no,” pienso en nuestra cultura más cercana, con guiños e imposiciones constantes a una tradición que nada en aguas que vienen, en este caso, desde otro lado, del Atlántico. En este punto, creo que el único problema es la negación de los hechos y el falso reconocimiento. Grecia llegó a Roma y la embadurnó completamente, la Península fue Roma, más que una mitificada Iberia. Y hoy, ante qué cultura es cada cuál y dónde se erigen las fronteras de las mismas… “Estimado lector. Sírvase a su gusto.”

    Para ahondar sobre esta reflexión, me gustaría hacer un inciso y servirme de Yohimbo; más concretamente en una brevísima trama que recoge sutilmente toda la película y que representa, tal como lo he sentido yo, la esencia del cine de Kurosawa:

    En la primera secuencia del filme, el hijo de un granjero se rebela contra su padre que le increpa su vicio al juego, ante la mirada de un incrédulo samurái, el portentoso Mifune (Yohimbo):

    –¿Quién quiere tener una vida larga y solo comer gachas? ¿Prefiero una vida corta pero llena de aventuras?

    La sentencia es clara, y el referente, cómo no, uno de los más conocidos episodios de nuestra mitología. Aquiles se rebela ante las sugerencias de la diosa Tetis, su madre, y decide dar el valor supremo y último al Honor, para trascender de la propia muerte en la batalla más conocida y primigenia de nuestra cultura, incuestionablemente grecolatina, Troya.

    Llegados al final, Yohimbo, después de sufrir las más “mortales” torturas que puede soportar un hombre, tiene su particular momento de gloria, y cuando va asestando espadazos a todos sus enemigos, se encuentra, otra vez, con el joven “jugador” de la primera secuencia. Este, ciertamente infantil, grita y gime pidiendo auxilio a su madre, ante el filo de la katana del héroe, que perdonándole la vida, le recuerda:

    –Es mejor tener una vida larga, aunque tengas que comer siempre gachas.

     

Creo que esta última sentencia, precedida de la primera, entronca perfectamente con un progreso cultural que ya asoma entre las dos obras primigenias de nuestra literatura supuestamente homéricas. En la Ilíada, el espíritu colérico y el absolutismo del Honor se erigen como tema y lema, pero en la Odisea, en cambio, el Honor, aunque muy presente, pasa a veces a un segundo plano, y así en el inicio del quinto Canto, en una de las escenas más señeras, marcada por el inicio de las humanidades en palabras de Emilio Lledó, Ulises se despide de Calipso. La vida es dura, pero hay que sufrirla y vivirla, aun si tenemos que abandonar por ello la vida eterna, que podríamos definir como el objetivo último del Honor; porque morir honorablemente no es morir, más bien un endiosamiento, una forma de eternidad más poderosa que la propia vida. Y si no, que se lo pregunten al inmortalizado Aquiles.

    Si profundizamos un poco en esta idea, más allá de ese innegable toque occidental, Kurosawa es más hondo, más humano, más global y actual, porque propone un nuevo estadio que no se deja embargar por el Bushido y sus siete principios ancestrales de la cultura japonesa: el Gi: Justicia basada en las decisiones correctas, el Yu: Coraje, el Jin: Benevolencia, el Rei: Respeto, cortesía, el Makoto: Honestidad, sinceridad absoluta, el Meiyo: Honor, y el Chuugi: Lealtad. El cineasta, a mi entender, plantea, en todo su cine una revisión del mito japonés, una propuesta en la que el Honor debe adaptarse a un nuevo estadio, no solo eficaz y productivo para los honorables, caballeros y emperadores y sus dinastías.

    De esta manera, aunque podamos constatar que en la obra shakesperiana de Kurosawa sí aparece ese mundo elitista, la corte, en obras como Ran o Trono de sangre, ya en Los canallas duermen en paz vemos que su Hamlet llora la muerte de un empleado, no el Rey de Dinamarca. Y en esta misma línea, y muchas de sus propuestas samuráis, con Los siete samuráis en el mismo camino, abdican de toda clase dinástica para acercarse al pueblo, a los que sufren, mantienen y alimentan, a fin de cuentas, toda sociedad posible. Todo ello, con un realismo poético que, evidentemente, me ha embargado de placer, enriqueciendo el transcurrir pausado y contemplativo de mis últimos días.

    Vuelvo al catálogo inicial de la plataforma digital y, entre tantos manidos argumentos, pienso en una época fecunda en transformar y trasladar a cada época los mitos y sus valores. Hoy, en cambio, que todo parece estar tejido con el mismo líquido, ¿concedemos al Honor un valor apropiado para nuestro tiempo, una época de incipiente supremacía de castas, sean estas ahora de jóvenes guapos, emprendedores, ricos, famosos y deportistas? Creo que, ante una globalización cultural inminente, en la que podemos medir y valorar que este principio sobrevive en un tiempo dominado por la fe en la vida eterna, sea esta desde el credo religioso o el tecnológico, los valores preminentes, como el aludido Honor, pueden y deben adaptarse y evolucionar a formas más productivas y menos destructivas; Kurosawa, a mi entender, ya lo hizo.

 

 

 

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